letzte Änderung am 06.Januar 2003 | |
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Según la mayor parte de los criterios económicos, el régimen de Cardoso fue el peor de los siglos XX y XXI en Brasil. Sin embargo, uno de los resultados positivos de sus fracasos fue que provocó un cambio masivo hacia la izquierda en el electorado. En las elecciones presidenciales de octubre de 2002, Luiz Ignacio "Lula" da Silva, el candidato a la presidencia por el Partido de los Trabajadores obtuvo la cifra récord de 52 millones de votos, es decir, el 61,4%, frente al 38,6% de José Serra, el delfín de Cardoso. La elección de Lula fue el reflejo tanto de las condiciones abismales de la economía brasileña como de las enormes expectativas de la clase trabajadora y de los campesinos para que este gobierno lleve a cabo una profunda redistribución de la riqueza y de la tierra, así como para que mejore los servicios sociales, ofrezca oportunidades de trabajo y vuelva a socializar las industrias estratégicas.
A pesar de que algunos sectores de la clase capitalista brasileña apoyaron a Lula, los observadores estiman que más del 80% de sus votos procedían de los pobres de zonas urbanas y rurales, que esperan cambios sociales básicos y una ruptura con el modelo neoliberal existente.
Sin embargo, el nuevo presidente no es ni mucho menos el candidato izquierdista de años pasados. Antes de las elecciones, designó como vicepresidente al magnate de la industria textil Alencar, que procede del derechista Partido Liberal, forjó alianzas con grupos evangelistas de derecha y con sindicatos, lo cual dio lugar a protestas del clero progresista católico y de la izquierdista Confederación de los Trabajadores (CUT). Lula firmó asimismo un pacto con el FMI por el que se compromete a mantener los pagos de la deuda, una política fiscal estricta y un superávit de 3% en el presupuesto que será dedicado a las obligaciones de la deuda. Aceptó también continuar las negociaciones de la Alianza de Libre Comercio de las Américas (ALCA), impulsado por Washington, y se negó a apoyar un referéndum informal sobre este asunto promovido por la iglesia y los movimientos sociales. El programa de Lula era esencialmente de centro, pues prometía (1) bajar las tasas de interés para los inversores sobre la base de su distinción entre el capital "productivo" y el "especulativo"; (2) financiar programas para que los pobres hicieran tres comidas por día; (3) mejorar los programas de la educación y la sanidad públicas; (4) proteger las industrias locales y (5) llevar a cabo un programa de reforma agraria. El giro de Lula hacia el centro-derecha, alejado de un programa de cambios estructurales, no es sorprendente. Durante el último congreso de su partido, más de 75% de los delegados eran profesionales de clase media, funcionarios públicos, etc.; el otro 25% incluía sindicalistas y una serie de líderes de los movimientos sociales. Hace veinte años, el Partido de los Trabajadores se basaba en representantes de las fábricas, activistas de las favelas urbanas, movimientos rurales y "comunidades de base" de la iglesia progresista. El "giro a la derecha" de Lula no es sólo un reflejo de un cambio táctico para ganar apoyo electoral, sino del cambio estructural interno en la composición del Partido de los Trabajadores. En segundo lugar, las estructuras internas del partido han cambiado de manera importante. Durante sus primeros años, el Partido de los Trabajadores estaba vinculado directamente con los movimientos sociales, pero a principios de los noventa evolucionó para convertirse en una máquina electoral, separada de los movimientos, y sus miembros elegidos, tanto en los ámbitos local como estatal y nacional, se vincularon a las estructuras institucionales. Debido a dicho cambio, la base popular empezó a tener cada vez menos influencia en el programa del partido y en los miembros elegidos, que se convirtieron poco a poco en políticos burgueses convencionales, muchos de los cuales privatizaron servicios públicos y forjaron alianzas con las elites del mundo de los negocios. El cambio programático de Lula se vio precedido por el giro a la derecha de muchos gobernadores, alcaldes y otros legisladores locales del Partido de los Trabajadores. El ejemplo más notable es el de Antonio Palocci, uno de los estrategas electorales más importantes de Lula, que ha sido, además, el primero en acceder al gabinete (como ministro de Economía). Cuando era alcalde de Ribeirão Preto, en el estado de São Paulo, Palocci privatizó el agua y las compañías municipales de teléfonos y se alió con los barones del azúcar, archienemigos de los trabajadores rurales. El paso de Palocci por la alcaldía es una muestra más de las deficiencias de su "giro a la derecha". Tras siete años en el puesto, la ciudad sólo trata el 17% de las aguas residuales, los índices de desempleo y de criminalidad han aumentado y el tiempo de espera y las colas en los hospitales también. Las posibilidades que tiene Lula de mejorar sustancialmente el nivel de vida de los pobres brasileños, de financiar una reforma agraria y una promoción a gran escala del empleo y de la expansión industrial son muy limitadas, y ello debido a sus alianzas preelectorales y a los acuerdos económicos que pactó.
En primer lugar, su acuerdo con el FMI significa que dispondrá de muy pocos fondos una vez que su gobierno aparte un superávit del 3% del presupuesto para pagar la deuda pública. En segundo lugar, las tasas de interés de 23% de Cardoso se basan en la necesidad de seguir atrayendo capital extranjero para impedir la inflación. La aceptación por parte de Lula de esta agenda "antiinflacionista" significa que será incapaz de disminuir sustancialmente las tasas de interés para estimular la inversión local "productiva". Dados los acuerdos presupuestarios de Lula y sus lazos con las elites de los negocios, probablemente será incapaz de responder a las exigencias de los trabajadores de aumentar los salarios, o incluso de incrementar el salario mínimo. En el caso de que Lula responda en parte a las expectativas populares, puede esperar que el FMI suspenda los préstamos. Si disminuye las tasas de interés para estimular la inversión local, los inversores extranjeros se retirarán, lo cual hará aumentar la inflación. A pesar de que el control de la inflación puede ser una herramienta política positiva, es bastante probable que provocara la inclusión de Lula en la lista negra de las instituciones financieras internacionales y de los bancos locales privatizados. El hecho de haberse comprometido con un esquema neoliberal hará que Lula tenga dificultades para iniciar cualquier nuevo programa, incluso los que prometió a sus nuevos aliados de las elites de los negocios. Más aún, existe el peligro de que el nuevo régimen tenga que adoptar medidas represivas para contener las exigencias populares dentro de los límites impuestos por el FMI y el Partido Liberal. Durante la campaña electoral, Lula prometió utilizar toda la fuerza de su régimen para reprimir las ocupaciones ilegales de latifundios, es decir, los programas de las organizaciones de los trabajadores sin tierra. También Cardoso utilizó medidas represivas similares, de acuerdo con sus alianzas preelectorales con los hacendados que controlan el Partido del Frente Liberal. No cabe duda alguna de que Lula ha heredado una economía en condiciones desastrosas: inflación galopante, casi 20.000 millones de dólares de desembolsos anuales para la deuda externa, déficit de la balanza de pagos, crecimiento negativo per cápita, una moneda en declive, fuga de capitales, grandes desigualdades y un desempleo y una pobreza cada vez mayores. Pero existen dos opiniones ante la crisis brasileña. La perspectiva progresista la considera como una oportunidad para transformar el país, argumentando que es precisamente el fracaso de las políticas liberales y las alianzas con la derecha lo que exigen una ruptura clara con el pasado y un giro hacia la izquierda para redistribuir la riqueza y estimular la economía local, renacionalizar la industria y las instituciones financieras, retener la renta para inversiones dentro del país y generar empleo, así como para realizar una reforma agraria que estimule el consumo rural de productos industriales y la reducción de las importaciones alimentarias.
La perspectiva conservadora -que predomina en el régimen de Lula- arguye que la crisis interna requiere la conformidad con el modelo existente para "estabilizar" y "reactivar" la economía, lo cual permitiría llevar a cabo reformas sociales una vez pasada la crisis. Esencialmente, esta orientación en "dos etapas" sólo prevé cambios al alza en el gasto público.
En nuestra opinión, la perspectiva conservadora únicamente perpetuará o incluso profundizará la crisis e impedirá las reformas marginales. El problema de la "reducción de la pobreza" sólo se puede resolver eliminando la concentración de la riqueza que produce la pobreza y perpetúa las desigualdades. Y la manera más eficaz de impedir las fugas de capitales consiste en cambiar las formas de propiedad y las relaciones sociales de producción.
El nuevo régimen tiene un mandato de más del 90% de los 52 millones de brasileños que votaron por Lula para llevar a cabo una transformación social. Si el gobierno de los Trabajadores sucumbe a las lisonjas de las concesiones al comercio marginal de la Administración Bush y a los préstamos del FMI y del Banco Mundial, y da la espalda a las exigencias mayoritarias de cambios sociales básicos, no solamente desilusionará a millones de sus seguidores, sino que pospondrá el desarrollo de Brasil durante otra generación.
Tres semanas después de su aplastante victoria electoral, Lula dio una clara señal de la dirección que tomará su régimen. Convocó una reunión de los líderes de sindicatos, trabajadores rurales, empleados y funcionarios de gobierno para discutir un "pacto social". El tema principal que debatieron fue una "reforma laboral" que aumentaría el poder de la patronal para contratar y despedir trabajadores y congelar salarios, la eliminación de un impuesto a la patronal para financiar programas sociales y sindicatos y la concesión, también a la patronal, del poder de renegociar contratos que invaliden las ventajas sociales legalmente establecidas de los trabajadores. Al mismo tiempo que daba prioridad a la aceptación de las exigencias de la patronal, Lula se negó a conceder un incremento inmediato del salario mínimo de 50 dólares por mes y prometió considerar un incremento de en torno al 10% (5 dólares), pero a mediados de 2003. Está claro que Lula, al igual que su predecesor Cardoso, más que representar a sus electores trabajadores, lo que hizo fue dar señales de izquierda antes de las elecciones, pero luego se ha pasado a la derecha. Las dos centrales sindicales principales, la CUT (Confederación Unida de Trabajadores) y la Força Sindical, así como el movimiento de los sin tierra (MST), han rechazado de plano las proposiciones de Lula y han afirmado al mismo tiempo su independencia con respecto al nuevo gobierno. La agresividad con la que Lula lleve a cabo su programa favorable a los negocios será lo que determine en qué momento tendrá lugar la ruptura entre su régimen y las centrales sindicales
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